lunes, 11 de agosto de 2025

Corrupción

Enviada a La Nación el 11/08/25


Sr. Director,

Para quienes hemos recibido una educación marista, cuesta asimilar la magnitud de la corrupción vivida durante los gobiernos kirchneristas. No se trata solo de cifras o balances: es un fenómeno que carcome los valores más esenciales de la vida pública y privada.

La corrupción es como la entropía: a medida que avanza, el desorden crece y se vuelve irreversible. Sus raíces se hunden cada vez más hondo y atrapan a un número creciente de actores. Como la segunda ley de la termodinámica, parece no tener marcha atrás.

Es un virus de altísima contagiosidad. Se alimenta de excusas vacías que ignoran la ética y la moral, liberando a los corruptos de cualquier freno interno. Y así surge la pregunta tentadora: “Si mi jefe, mi subordinado, mi amigo o mi familiar roba, mejora su vida y no recibe castigo, ¿por qué yo no habría de hacer lo mismo?”.

Poco a poco, se instala una ceguera ética que nubla a funcionarios, empresarios y ciudadanos. Las decisiones se toman sin considerar su peso moral; la realidad se acomoda para encajar en la ideología propia, y el resultado es una visión parcial, simplificada y peligrosa del presente y el futuro.

La corrupción, además, se nutre de la psicopatía de algunos de sus protagonistas. De allí nacen el desprecio, la hostilidad y la animadversión hacia todo aquel que piense distinto. Quien se atreve a contradecir al corrupto es atacado con adjetivos hirientes, mentiras y falacias, en un ejercicio de odio visceral.

Frente a esto, la Justicia y el respeto irrestricto a la Ley son las únicas murallas posibles. Pero mientras los condenados por corrupción sigan cumpliendo penas “light” en la comodidad de sus casas, y no sufran castigos duros y ejemplificadores, la Argentina seguirá siendo lo que hoy es: un paraíso para delincuentes y un infierno para los honestos.

José María Condomí Alcorta 


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